¿Están a punto de desaparecer las humanidades de nuestras universidades? La pregunta es absurda. Sería como preguntar si está a punto de desaparecer el alcohol de los pubs , o la egolatría de Hollywood. Igual que no puede haber un pub sin alcohol, tampoco puede existir una universidad sin humanidades. Si la historia, la filosofía y demás se desvanecen de la vida académica, lo que dejarán tras de sí serán instituciones de formación técnica o institutos de investigación empresarial. Pero no será una universidad en el sentido clásico del término, y sería engañoso denominarla así.
Tampoco, empero, puede haber una universidad en el sentido pleno del término cuando las humanidades existen aisladamente de otras disciplinas. La manera más rápida de devaluar estas materias – aparte de deshacernos enteramente de ellas – estriba en reducirlas a un agradable complemento. Los hombres de verdad estudian Derecho e Ingeniería, mientras que las ideas y valores están para los mariquitas. Las humanidades deberían constituir el núcleo de cualquier universidad digna de ese nombre. El estudio de la historia y la filosofía, acompañado de cierto conocimiento del arte y la literatura, debería contar tanto para abogados e ingenieros como para quienes estudian en facultades de artes. Si las humanidades no se encuentran tan gravemente amenazadas en los Estados Unidos es, entre otras cosas, porque se contemplan como parte integral de la educación superior como tal.
Cuando surgieron en su actual configuración a finales del siglo XVIII, las llamadas disciplinas humanas tenían un papel social crucial, que consistía en nutrir y proteger la clase de valores para los que un orden social filisteo tenía poco de su precioso tiempo. Las humanidades modernas y el capitalismo industrial estuvieron más o menos emparejados al nacer. Para conservar un conjunto de valores e ideas asediados, hacían falta entre otras cosas instituciones conocidas como universidades, apartadas de algún modo de la vida social de todos los días. Ese apartamiento significaba que el estudio humano podía ser lamentablemente inútil. Pero permitía asimismo a las humanidades emprender la crítica del saber convencional.
De vez en cuando, como a finales de los años 60 y en estas últimas semanas en Gran Bretaña, esa crítica se lanza a la calle, y se dedica a confrontar cómo vivimos en realidad con como podríamos vivir.
De lo que hemos sido testigos en nuestro tiempo es de la muerte de las universidades como centros de crítica. Desde Margaret Thatcher, el papel de mundo académico ha consistido en servir al status quo, no en desafiarlo en nombre de la justicia, la tradición, la imaginación, el bienestar humano, el libre juego de la mente o las visiones alternativas de futuro. No cambiaremos esto simplemente con una mayor financiación de las humanidades por parte del Estado, por oposición a un recorte que las deje en nada. Lo cambiaremos insistiendo en que una reflexión crítica sobre los valores y principios debería ser central para cualquier cosa que acontezca en las universidades, y no sólo el estudio de Rembrandt o Rimbaud.
En última instancia, las humanidades sólo pueden defenderse poniendo de relieve cuán indispensables son; y esto significa insistir en su papel vital en el conjunto del aprendizaje académico, en lugar de protestar diciendo que, como a algún pariente pobre, cuesta poco alojarlas.
¿Cómo puede lograrse esto en la práctica? Financieramente hablando, no ha lugar. Los gobiernos están empeñados en reducir las humanidades, no en extenderlas.
¿Pudiera ser que invertir demasiado en enseñar a Shelley significase quedar rezagados respecto a nuestros competidores económicos? Pero no hay universidad sin indagación humana, lo que significa que las universidades y el capitalismo avanzado son fundamentalmente incompatibles. Y las implicaciones políticas que eso conlleva van bastante más allá de la cuestión de las tasas estudiantiles.
Autor: Terry Eagleton
Traducción: Lucas Antón
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