Foto/R. Alcaraz |
Me arrestaron por protestar. Corría, junto a cientos de estudiantes, para evitar la embestida de cientos de efectivos de la Fuerza de Choque. La unidad de arrestos especiales nos cerró el paso. En un abrir y cerrar de ojos, un grupo de oficiales con sus macanas estaban sobre mí. Golpeándome. Gritándome. “Cógelo, cógelo”, decían. Las palabras “está usted bajo arresto” fueron como de película; pura fantasía. En vez de policías, parecían una ganga de delincuentes habituales. En vez de ponerme bajo arresto, me golpeaban en repetidas ocasiones y yo, como cualquier otra persona, trataba de soltarme y correr.
No fue hasta que me pusieron en una llave, que casi me arranca el brazo izquierdo y me ahorca, que me pidieron que me dejara arrestar. Aún tengo el cuello lesionado. “¿Por qué? ¿Cuáles son los delitos que se me imputan?”, le pregunté a los oficiales. La salvaguarda constitucional fue tal que no supe qué delitos se me imputaban hasta las doce de la noche del viernes. Cabe mencionar que me arrestaron el jueves a las dos de la tarde, junto a un compañero que fue detenido al interceder por mí ante los oficiales. Aprovecho para decir que admiro su valentía, su solidaridad y le estaré eternamente agradecido.
Foto/R. Alcaraz |
Luego me colocaron las esposas plásticas. Apretadas por demás. Rodeado de agentes de la Fuerza de Choque nos movían junto a otros estudiantes arrestados. Aquí recodé las palabras de Juanchi, nuestro maestro en el taller de desobediencia civil, sobre la importancia “performativa” del momento del arresto. Comencé a denunciar el arresto ilegal a los allí presentes, a exhortarlos a continuar la lucha y a cantar consignas. Los otros arrestados me siguieron. Luego cantaban y denunciaban todos los que observaban el arresto. Por esto, los agentes que nos arrestaron nos apretaron las esposas mientras nos mandaban a callar. Les hicimos claro que no nos iban a silenciar de esa manera. Eso era lo que me daba fuerza para seguir. Si quería, que continuara apretando las esposas.
Llegamos a la “perrera”. Nos lanzaron como sacos de papa. Una vez adentro, comenzó el trabajo psicológico. Nos decían que somos una minoría y que no vale para nada la lucha que estábamos dando en la Universidad, entre otras cosas. Nosotros contestamos sin miedo, aferrados a nuestras convicciones.
No sé en qué momento llegó Todd Fike, el tejano de la prótesis que fue arrestado minutos antes. Tan pronto entró en la perrera nos pidió que les comunicáramos a los oficiales que era paciente del corazón y que tenía dolor en el pecho. Eso hicimos. Pero el intento se perdió en la traducción mientras comenzó a convulsar. Los agentes se hicieron de la vista larga. Mientras convulsaba, uno comentó que se estaba “haciendo” y que no lo dejaran salir del vehículo ni a vomitar. En un esfuerzo sobrehumano y casi de super héroe elástico, un compañero logró llamar al 9-1-1 para solicitar asistencia médica (no me pregunten cómo, pues tenía las esposas puestas). Lo escuché diciéndole a la operadora incrédula: “Sí, que estamos arrestados en una guagua de la Policía frente al estacionamiento multipisos de la Universidad de Puerto Rico”.
Intenté imitarlo. Esposado, saqué el teléfono de mi bolsillo con mucho trabajo y envié un mensaje múltiple a mi madre, a una persona que perdí de vista justo antes de mi arresto, a algunos colegas del Comité de Acción de Estudiantes de Derecho y a mis compañeros y compañeras de DESDE ADENTRO y RADIO HUELGA. Comenzaron las llamadas desesperadas de mi abuela, mi hermano, de mi madre y de otros compañeros y compañeras. Mi teléfono murió. Lo guardé a prisa ya que cuando uno de los oficiales descubrió que un compañero arrestado utilizaba el suyo se lo arrancaron de las manos.
Foto/R. Alcaraz |
El tejano seguía convulsando y ya los agentes comenzaban a preocuparse. Fue tanto el susto que preguntaron si alguno de nosotros, los arrestados, era paramédico. Nos bajaron del vehículo bajo la lluvia mientras los paramédicos de la Universidad atendían la situación. El aguacero no rompió nuestro espíritu, pues al salir vimos a varios manifestantes en la avenida Gándara trepándose sobre las rejas y haciéndonos señales de apoyo. El tejano continuó su camino al hospital.
Aguardamos en el estacionamiento un rato largo durante el cual más de una veintena de oficiales observaban fotos y videos de la manifestación tratando de identificarnos en ellos. Llegamos al cuartel de Hato Rey Oeste. Pude observar a Guillermo Rebollo, a Ariadna Godreau, a mi profesora Érika Fontánez Torres, a la familia Ríos Escribano y a otros compañeros y compañeras que llegaban al cuartel. Los vi a través de los cristales ahumados y traté de golpearlos con mi cabeza para dar señales de vida. No sé cuan efectivo haya sido eso.
En el cuartel, estaban todos los oficiales formados a lo largo de los pasillos. Nunca había tenido un recibimiento tan formal. “¡Que Dios me los bendiga a todos!”, les dije, a pesar de que soy un ateo empedernido. Ya tenían a un compañero huelguista y a una compañera dentro de dos celdas separadas.
Foto/Jesús Vázquez |
Nos leyeron las advertencias e hicieron un inventario de nuestras pertenencias para ingresarnos a la celda. Dentro de mis pertenencias había todo lo que debe tener un estudiante de Derecho si es arrestado: cuatro dólares en pesetas y dos en pesos (mi capital), un prontuario, un libro de Derecho Hipotecario, casos de la Clínica de Derecho Ambiental, mi cámara, mi Ipod y dos libretitas pequeñas de apuntes, entre otras cosas como bolsas de canicas. Al sacarlas de la mochila, el agente Ramírez, que se había encargado de mi arresto, me dijo: “estás jodío”. Me preguntaron si había tirado canicas a la Policía. No. Tal vez me gustaba el juego autóctono de las canicas, dijo otro. Sí, ese día gané el campeonato de las canicas, y las que faltaban, me las habían “pela’o” en el campeonato. Creo que nunca nadie me había mirado tan mal como me miraron ellos.
El agente Ramirez insistía en comentar, por alguna razón, que me gustaba golpear a las mujeres. Le reiteré en diversas ocasiones que no sabía de qué me hablaba. Entonces me sentó de frente a una mujer policía que había intervenido en mi arresto. Recuerdo que ella trató de ponerme el pié para humillarme en el suelo mientras me intentaban arrestar. En aquel momento, como un reflejo, levanté mi pié y ella perdió el balance. A esto se refería. En ningún momento la golpié. Aunque justificaría a cualquiera que, bajo mis circunstancias, hubiera repelido el ataque con una fuerza proporcional para ello. Insistieron. La última vez que Ramírez me insistió sobre ese particular, lo miré fijamente a los ojos y le dije: “Tú me tienes que respetar”.
Foto/Regina Rodríguez |
Me ingresaron a la celda y abracé a mis compañeros. Lo olvidé todo por un instante. Le pregunté a la compañera de la celda de al lado (que no podía ver) si estaba bien. Todos estaban bien. Le dije que cualquier cosa, pegara un grito. Estuvimos un rato hablando de todo tipo de cosas. El foco principal de las bromas era el inodoro de aluminio de la celda, para el cual no se me ocurren adjetivos acertados.
Las primeras visitas fueron de los abogados. Éstas nos calmaron bastante. Ya sabíamos que no estábamos solos. Comenzamos a escuchar las consignas del piquete en las afueras del cuartel. Desde la celda los acompañamos y dábamos contra las paredes al ritmo. Cada vez más alto. Incluso, cuando llegó la agente que nos custodiaba, continuamos cantando por encima de lo que nos trataba de decir. Al parar de cantar me enteré que mi madre estaba presta a entrar y traerme comida. Le pregunté si podía continuar cantando para que mi madre nos viera en buenos ánimos. Se negó y yo obedecí.
“¡Lucha sí, entrega no!”, gritó mi madre tan pronto nos vio. Me calentó el corazón. Nos expresó su apoyo incondicional y le conté lo que pude con el poco tiempo que me daban. Al tratar de darle un beso de despedida se pegó contra los barrotes. Busqué una manera de besarla sin que se golpeara a través de una ranura cuadrada en las rejas. Pronto llegaron el resto de las madres de los compañeros y de la compañera de celda. Les enseñé a todas la manera de besar a sus hijos sin golpearse contra la reja.
Foto/Archivo DESDE ADENTRO |
Comimos. Nos trajeron tanta comida que nos tuvimos que llevar varios platos a nuestra salida del cuartel. Las próximas horas pasaron a cuentagotas. Algunos dormitábamos mientras escuchábamos las conversaciones de los agentes. “Los deberían expulsar”, decían despectivamente. No comprendían por qué protestábamos y decían que deberíamos pagar la cuota. Les contestamos. Ellos nos ignoraban. Cuando la situación comenzaba a tornarse intolerable, llegó Rosalinda Soto, madre de Waldemiro Vélez, y nos calmó. Nos trajo café y nos dio nuevos ánimos.
Escuchábamos el piquete más fuerte. El aire de solidaridad se sentía aun entre barrotes. Así pudimos consignar y cantar un poco más. Pasaron las horas al son de “El Wanabí” de Fiel a la Vega, “Mano Dura” de Intifada, canciones navideñas de protesta universitaria y hasta una canción de bomba que aprendí recientemente. “Mi cultura no se vende, porque no se vende la identidad”, cantábamos a coro mientras intentaba improvisar y tocar un yubá en los barrotes de la celda. Esto nos animó. El tiempo pasó más a prisa y después de casi diez horas encerrados nos llevaron al tribunal.
A uno de nuestros compañeros de celda le dejaron ir sin consideraciones. Se habían equivocado de persona. El viaje del cuartel al tribunal fue una tortura. El agente tomaba las curvas a toda velocidad ignorando que estábamos esposados en parte de atrás de la guagua. Se lo comentamos e hizo caso omiso.
Tan pronto llegamos al tribunal nos sentaron en unos banquillos a esperar. Con las manos esposadas a nuestras espaldas, continuamos con el son al tocar contra la madera de los banquillos los ritmos que nos animaban. Siempre me ha gustado la percusión y, sinceramente, ¡la montamos!
Nos soltaron las esposas mientras esperábamos a los fiscales. En esas horas pudimos compartir con nuestras familias y ver las noticias. Vimos las imágenes del día, los estudiantes retando a la Fuerza de Choque, cuerpo a cuerpo, en Plaza Universitaria, vimos el corre y corre en medio del cual nos arrestaron y vimos el piquete en las afueras del cuartel en nuestra solidaridad.
La jornada estaba por terminar.
Luego de las noticias a las 11 p.m. llegaron los fiscales. Al fin supimos los delitos que se nos imputaban. Un cargo por agresión contra el agente Ramírez. Objeto con el cual realicé la supuesta agresión: mi cuerpo. Alegación totalmente falsa. Comienza la vista de “regla 6” y el agente Ramírez, y su compañera que le servía de testigo, hicieron el ridículo. Sus historias nunca cuadraron.
Me dejaron ir aunque, en realidad, nunca perdí mi libertad. Afuera me esperaban compañeros y compañeras de estudio. Los abracé a todos pero no me pude ir. Aguardé a que soltaran hasta el último compañero arrestado. Era ya la 1 a.m. del sábado. Y sí, si me preguntan, lo haría todo otra vez.
Por Gamelyn Oduardo Sierra
Fuente: http://rojogallito.blogspot.com/
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